DÍA 192: Un mes después.

Hoy hace exactamente veinticuatro días que aterricé en España, quinientas setenta y seis horas después de pasar cuatro mil cincuenta y seis en la otra punta del mundo. Pero aún hace más que no piso este blog, en el que prometí el oro y el moro y que al que al final no pude dedicarle todo el tiempo que quise.

Vengo en cierta medida a redimirme, ya que por mucho que intenté en su momento contar sobre la marcha, no lo conseguí. Vuelvo al cabo de casi un mes porque es el tiempo el que da poco a poco un sustento firme para a las vivencias que merecen la pena, y desecha otras que no merecen tanta atención. Al final no deja de ser un filtro más, que no corre realmente a cargo nuestro. Gracias a ese tiempo, y desde la sinceridad que solo da estar en pijama con un café en la mano, puedo más o menos contar que fue de esos casi cien días en los que no dije pero si hice.

Cuando acababa el mes de Junio me encontraba sumergido en una turbulencia, como ya puse por aquí, una turbulencia sentimental, que acabó desarrollando un auténtico huracán. Y es que una de las cosas de las que no habla nadie cuando se va, o viene, es que aunque te vayas y empieces de cero, sigues teniendo una vida en el lugar que dejas, una vida en la que tienes dos opciones: o desmontar y llevártela contigo, desechando lo innecesario, o estabilizar y rezar para que nadie la destroce hasta tu vuelta. Yo opté por lo segundo, ya que parte de mi vida y mis planes se quedaron en Granada, a la espera de que a los seis meses pudiera retomarlos, pero tuve la mala suerte de dejárselos a alguien que no dudó en desmontarlos de una patada en cuanto tuvo ocasión. La realidad es que la confianza nunca deja de ser un riesgo.

Una visita que no tenía que haberse producido a finales de Julio (junto a otra que fue totalmente necesaria) causó la catástrofe, y desde mi pequeño bote japonés vi, cómo una parte de mi vida española se hundía como el Titanic, orquesta incluida. A consecuencia de aquello, no fui capaz de escribir en público absolutamente nada (únicamente un artículo en la web de AAAA que ya tenía preparado). Sólo una buena dosis de música de Bowie, de libreta o de pedales era capaz de aliviar la rabia y la impotencia que me llenaba, y estas rutas medicinales muchas veces acababan en Kamakura al amparo del Engaku-Ji.

Recuerdo en particular una ruta, que me llevó a un sitio totalmente diferente, Sankei-en, uno de los parques más bellos que tuve la oportunidad de pisar en Japón, oculto entre una zona industrial costera y un barrio de unifamiliares horroroso al este de Yokohama. En ese jardín me encontré con el que sería mi “omiyage”. En un terraplen tras una pagoda había un montón de restos de tejas, probablemente desechadas de esta construcción en una restauración. Sin embargo, me di cuenta de que solo una de esas tejas estaba en perfecto estado. Para más inri, esta teja era la que remataba el alero, con lo cual tenía una forma singular bastante atractiva para mi síndrome de Diógenes en desarrollo. Así que como si fuera el robo de la pantera rosa, planee la semana siguiente una excursión para llevarme la teja a mi habitación. Cuando  la saqué de la mochila y la lavé, me di cuenta de que era demasiado grande y demasiado pesada (algo más de 40cm y unos 6kg). Pero pensé que como devolverla a España sería un problema del Manu del futuro y no del de aquel momento (craso error).

En mi último mes en Yokohama, hice lo posible por no parar: Dormí una noche en la Nakagin Capsule Tower, bebí whisky con hielo en el bar del Park Hyatt, mojé los pies en la costa de Kamakura, entré en la casa Moriyama, comí sushi del Tsukiji, fui al sento de mi barrio, jugué a las recreativas de taikos un buen puñado de veces, y un larguísimo etcétera. Muchas veces pensé en sentarme seriamente a contarlas, a ponerles letra y darles visibilidad, pero eso me quitaba tiempo de seguir experimentando Japón. Además en el silencio digital aprendí que las redes sociales nos han inculcado una manía muy fea: compartir absolutamente todo lo que hacemos, como si salieramos en la televisión de continuo. Da la sensación de que si no posteas una foto en Instagram, o en Facebook, o no relatas tus aventuras con precisión milimétrica significa que no las has vivido, cuando precisamente es al revés, a veces por compartir , te olvidas de lo importante que es participar en cuerpo y mente de un momento. Los sitios más bellos son los que no he dibujado, las mejores experiencias las que no he contado y las mejores fotografías, las que no he hecho. Las redes sociales son un complemento magnífico, pero hay vivencias que necesitan de mirar a los ojos, expresiones propias, tono de voz y una atmósfera adecuada para ser transmitidas, aunque como dicen los gamberros de Love of Lesbian: “el erotismo se basa en no enseñar lo mejor”.

Tuve la suerte de recibir muchísimas visitas en verano, de amigos de toda la vida, que sumé a los encuentros con la gente magnífica que conocí allí. Bruno, Coral, Jorge, Sofía, Ana, Juanjo, Yutaro, Molly, Sebastian, Gianluca, Lorenzo, Yumi, Nicolas y Arianna y tantos otros no solo me devolvieron a la superficie, sino que hicieron de mi bote japonés un auténtico barco. Y gracias a esto y tiempo, mucho tiempo, pude seguir mi vida en Japón, aunque cada vez con más cosas pendientes. No pude hacer todo lo que me hubiera gustado, por muchísimas razones, tanto económicas como temporales, pero creo que si hubiera hecho todo lo que tenía pendiente significaría que no tenía suficientes inquietudes, no que Japón no tenía cosas que ofrecerme.

Y mis últimos diecisiete días en el país los pasé de viaje con Gianluca, un colega arquitecto del Veneto. Gracias a un vuelo barato, planeamos una ruta a lo largo de mil quinientos kilómetros que nos llevó a lo largo de siete ciudades de la parte oeste de Japón, comenzando en Hiroshima y pasando por Miyajima, Osaka, Kobe, Nara, Himeji y la magnífica Kyoto. Este viaje, fue la guinda de los días que pasé allí, algo imposible de condensar en los rincones de este post, aunque si en los de la libreta que me llevé, y que poco a poco, con paciencia, sacaré a la luz. Y es que en 15 días pude profundizar en mayor medida en una serie de valores que Japón me había empezado a mostrar de una forma diferente, como la historia, la verdad, lo original, el espacio, el tiempo o la naturaleza entre otros. A veces me planteo si viajé por Japón o si viajé a lo largo y ancho de mi mismo. Lo mismo fueron ambas cosas.

Tras la vuelta del gran viaje, tuve el tiempo justo para hacer dos maletas (adivinad que iba en una de ellas) y una mochila, y vivir una noche de polizón en mi propia residencia. Pese a que aterricé realmente el día 18 a las tantas de la mañana, mi viaje terminó hace solo unos días, cuando volví a visitar Granada.

Y es que allí en Japón, me resultaba muy difícil responder a una pregunta muy sencilla: ¿De qué ciudad eres?

Nacer, nací en Ciudad Real, es un hecho empírico, objetivo. ¿Pero ser? Supongo que las implicaciones que conlleva ser de un sitio son totalmente subjetivas, y que uno no tiene por qué originarse en el mismo sitio física y mentalmente. ¿De dónde se es? ¿donde más tiempo pasas? ¿o donde más creces? Si Ciudad Real es donde me originé físicamente, Granada es donde me originé mentalmente, y tras haber pisado Ciudad Real, mi cabeza necesitaba habitar el último sitio que había entendido como mi hogar. Allí, no me encontré los restos de un barco hundido como pensaba desde Japón, me encontré gente que como islas salían a flote con cada pequeño encuentro. Y cuando vi a todas aquellas personas, que incluso en la distancia me habían arropado fue cuando supe que el viaje había terminado, exactamente en el mismo punto donde lo empecé, donde una loca posibilidad echada casi por inercia y curiosidad zarandeó mis cimientos y cambió radicalmente mi vida.

No lo niego, hubo días que echaba de menos mi hogar, mi familia y mis amigos, al igual que hubo otros que no quería volver, pero no me arrepiento de como usé ninguno de ellos, puesto que todos en su medida, son parte de la arena de este desierto que soy yo. De alguna forma, pese a estar a once mil kilómetros, y no tener los ojos rasgados, ahora soy un poco de Japón, y en mi ser, llevo a todas esas personas que compartieron el país conmigo, allí y aquí, y todos los rincones que en ese tiempo hice míos, puesto que forman parte de lo que a día de hoy me considero. Al final no importa de donde uno sea o deje de ser, sino el equipaje que lleva consigo y el que trae de vuelta. Y yo traje mucho más que dos maletas y una mochila.

Y una vez deshechas las maletas pongo fin a este capítulo tan magnífico de mi vida, y con ese final se abre un nuevo prólogo, totalmente diferente, pero que espero sea la introducción a otro nuevo capítulo tan interesante o más que el anterior. Gracias por compartir este diario conmigo y por hacer vuestros cada uno de las cosas que viví allí. No olvidéis que nunca hay viaje completo sin ida y vuelta, aunque el que vaya y vuelve no sea el mismo.

¿De acuerdo?

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